Si hay una ciudad del mundo que puede presumir de templos, ésa es, sí o sí, Roma. Con la Basílica de San Pedro como punta de lanza, hay prácticamente uno en cada esquina, dedicados a todo tipo de divinidades y religiones y con una variedad arquitectónica casi infinita.
Pero también hay otro tipo de templos, completamente paganos, consagrados a esa cosa tan indefinible y tan presente en su día a día y de la cual se sienten tan orgullosos los habitantes de la Ciudad Eterna, la romanità. Y si hay algo que la representa perfectamente es la cucina romana, en la que el plato estrella es la carbonara y el principal protagonista, desde hace siglos y siglos, el quinto cuarto, esto es, la casquería.
Un auténtico conservatorio de la tradición gastronómica capitolina es Armando al Pantheon, ubicado, como su propio nombre indica, a escasos metros de uno de los monumentos más visitados de la ciudad. Fue fundado en 1961 por Armando Gargioli y ahora lo regenta la tercera generación familiar. No sólo llena un día sí y otro también, sino que para conseguir mesa hay que reservar con bastante antelación.
En un comedor austero por el que no parecen haber pasado más de 60 años (esto no es un cumplido, le vendría más que bien una reformilla), su propuesta gastronómica es prácticamente inmutable. Entre las pastas, impecables los espaguetis carbonara y la gricia (carbonara sin huevo) y espléndidos los rigatoni all’amatriciana. Es, además, uno de los pocos sitios que aún ofrecen pajata, plato antaño muy común y hoy prácticamente desaparecido de pasta con tripas de cordero lechal bien limpias y tan delicadas que no parecen ni casquería.
Entre los principales, muy recomendable la trippa alla romana, que no deja de ser una variación de los castizos callos, con salsa de tomate, queso pecorino y un refrescante toque de menta. Prescindible, en cambio, el saltimbocca allá romana, con una salsa al vino blanco pasada de grasa y con la carne de ternera excesivamente seca.
Bodega un poco subida de precios, ninguno baja de los 28 euros, y servicio algo lento: en la carta advierten de que los platos de pasta tardan entre 30 y 40 minutos y, efectivamente, así es. Pero, ¿quién tiene prisa en Roma?
A diez minutos a pie de Armando, llegando a Campo de’ Fiori, encontramos Roscioli, lugar de visita obligada en Roma durante los últimos lustros porque la suya era elegida por Gambero Rosso, año tras año, la mejor carbonara de la ciudad, lo que equivale a decir la mejor del mundo. En 2024 este título ha pasado a manos de Baccano, que queda pendiente para futuras visitas a la capital italiana.
Sea o no la mejor, esa carbonara sigue valiendo la visita. Se prepara con spaghettoni de grano duro de la marca Benedetto Cavalieri, guanciale artesano, yemas de huevos camperos firmados por el criador Paolo Parisi, una mezcla de tres pimientas y pecorino romano DOP (con un toque de parmigiano di vacche rosse). El resultado es, sencillamente, memorable, cremoso, intenso y con unos trocitos de guanciale que crujen como el mejor de los torreznos.
Previo a la carbonara, y ya que Roscioli empezó como tienda de embutidos antes de convertirse en restaurante, un perfecto antipasto es el surtido de salami affinati a Casa Roscioli: culatello de 36 meses a la cerveza trapense a las cerezas; fiocchetto (un primo del culatello) al lambrusco; coppa al nebbiolo, lardo especiado y salame de Parma al aroma de laurel y tomillo. Un didáctico, a la par que estimulante, paseo por el inabarcable mundo de las chacinas italianas.
Magnífica bodega, amplia representación de productos españoles en la tienda (sobre todo, anchoas y jamones), lo que siempre es motivo de orgullo, y un solo pero: la gentrificación se cierne sobre el local como negros nubarrones y da la impresión de que para muchos turistas se ha convertido en una atracción más de las que aparecen en las guías, lo que ha llevado a los responsables a aumentar desmesuradamente el aforo y, consecuentemente, las estrecheces; a doblar turnos y a ofrecer un servicio apresurado y distante. De momento, la carbonara todavía compensa las incomodidades, pero la cosa no pinta bien del todo de cara a un futuro no muy lejano.
Por último, quien desee darse un baño de historia gastronómica (porque de la otra basta con mirar hacia cualquier lado), sólo tiene que acercarse al barrio de Testaccio, completamente alejado de cualquier circuito turístico. Allí se asienta Checchino dal 1887, al que podríamos calificar como el Botín romano por su longevidad.
En dicho barrio estaba antiguamente el matadero y prácticamente todos los comedores de la zona practicaban, y siguen practicando, cocina del quinto cuarto, para aprovechar los despojos de las bestias. Y Checchino es una suerte de museo de aquellos platos que, como casi todos los museos, hay que visitar una vez en la vida.
Rigatoni con pajata, coda alla vaccinara (rabo estofado), padellotto alla macellara (guiso con mollejas, criadillas, pajata, hígado y riñones), trippa alla romana, ensalada de manitas… Un auténtico paraíso para casqueros sin complejos, en un local al margen de las modas que destila romanità por los cuatro costados. Tanta que, al salir, es imposible no tararear esa suerte de himno oficioso de la ciudad que es el tema “Roma capoccia” de Antonello Venditti.