Aquella piparra era minúscula. Apenas tres centímetros de largo, incluso menos, escueta, fina, delgada, como un proyecto, apenas un brote de la piparra que luego encontraremos encurtida en vinagre y embotada en frascos de cristal, cada día más de diez centímetros de largo que de cinco. Langostinos de Ibarra les decían (a las de Ibarra, claro, cultivadas en el interior de Gipuzkoa) y el tiempo les trajo un sello de calidad con este nombre. Seguro que tiene su historia y alguno la puede ilustrar. El juego de palabras une la forma ligeramente curva de la piparra -una guindilla (ají, chile) fina y alargada, cosechada en verde con un picor apenas incipiente, que se conserva en vinagre, y fresca se come salteada o frita- y las huertas de Ibarra donde se suele cultivar, muy cerca de Tolosa.
Las soltó en la mesa Andoni Aduriz, anunciándolas como piparras lágrima. El nombre reivindicaba un juego entre columnistas y un choque de realidades. Frente a la fiebre del guisante lágrima, cada día más chico, cada vez menos sápido, menos guisante, más clorofila, la piparra estoica, mínima, escueta, con aire de angula vegetal pasada por el tinte de una pradera marina. También conservada en vinagre y por eso todavía más inquietante. El sabor sutil y elegante, apenas mostrado pero evidente, la ternura de la hortaliza, definitivamente libre de la consistencia de la piel que la envuelve, el medido paso por un medio ácido… De pronto, la sorpresa reventó donde menos se esperaba, acabada una cena de cocineros de referencia -Andoni Aduriz, Quique Dacosta, Albert Adrià, Nacho Manzano; la gran cena del V Encuentro de los Mares– en un hotel de la costa de Adeje, al sur de Tenerife. Fue una de esas historias mínimas que hacen grande un encuentro.
Quedaban dos mesas de resistentes y Aduriz saltó de una a otra con una pequeña fuente en la mano. “Mira, piparras lágrima”, me dice. Y se hizo la magia. La sorpresa se espera y se encuentra cuando la mesa se alimenta de autores como ellos, pero aquello circulaba fuera de guion, pasada la comida, empezadas las risas y las confidencias que se sirven por copas enn la sobremesa. Era lo menos esperado, y por eso lo más impactante. Elegante, delicada, elocuente, tenue, también exigente… cualquier cosa que diga es poco. La otra noche soñé con ellas y anduvo cerca de ser uno de esos sueños especiales.
Las cultiva una vecina de Mugaritz y Andoni le pidió brotes que le permitieran escapar del peso de la piel, siempre un poco más consistente de lo esperado. El resultado estaba ahí. No sé si una travesura o un preludio de algo que puede acabar reventando en la mesa del restaurante. ¿Puede importar eso más que el momento? A lo mejor vuelvo a probarlas y ya no son lo mismo, pero el recuerdo seguirá vivo mucho tiempo. La de la primera vez siempre es otra historia. El recuerdo me ronda la boca mientras escribo, ácido, elegante y travieso.
La segunda historia mínima vino desde Cerdeña en una lata de pandereta, de al menos un kilo de peso, aunque para mí que era de las de kilo y medio. Cundió como si fuera de dos; llegó para cuarenta. Disculpas por la ausencia del dato; lagunas de periodista que olvida la referencia en favor de las emociones. Dentro de la lata, carne de atún rojo de almadraba en aceite enlatada hace treinta y cinco años en una factoría de Carloforte, una isla cercana a Cerdeña. El resultado entrañaba más certezas que sorpresa. Algún día habrá que hablar y escribir de las bodegas de conservas, de las latas marcadas con una flecha que ayude a voltearlas en orden cada cuatro o seis meses, para que el aceite recorra de nuevo la conserva mientras baja hacia su posición natural, impregnando la carne del pescado, y contribuya a suavizar la textura volteo tras volteo, año tras año. Otro día, que se me acumulan las historias.
El atún que trajo Luigi Pomata había pasado todo el tiempo necesario para conquistar la delicadeza definitiva y más. Eran un bocado sobrecogedor, íntimo, aterciopelado, sinuoso, casi cremoso. La conserva de pescado al borde del paroxismo. Fueron apenas dos golpes de tenedor, pero pareció una comida entera.
A primera vista, los mariscos ahumados y secos de Chiloé que llevó Lorna Muñoz a su ponencia la segunda mañana del Encuentro, no parecían gran cosa. Había cholgas, ostras y piures tratados de la forma en que allí conservan los frutos del mar. Los cuelgan alto sobre el hogar y los ahúman mientras los secan. Quedan como disminuidos y oscuros. La única forma de preservar la identidad en un medio húmedo y a menudo hostil. Trabajados por ella, muestran la máxima expresión del mar. Intensos, poderosos, incisivos, raciales, entrañables, cercanos… En ellos se conservan los sabores de la cocina del pasado, que nunca son obligatoriamente mejores, pero siempre resultan necesarios. Cocineras como Lorna siguen y seguirán manteniendo viva la llama de una idea que me parece poderosa: con ellas, las cocinas siguen siendo nuestras. No importa lo que pase.
Luego nos subieron a un catamarán. Historias de congresos; cuatro horas de ponencias y después seis atrapados al sol en un medio que para algunos es hostil y para otros pocos inmensamente aburrido. Unos y otros se repiten la misma pregunta cada minuto y medio: ¿cuándo acaba esto? Por suerte, a mitad de la travesía se apareció una barca de pesca con Diego Schattenhofer (Taste 1979) a bordo y una caja de camarones recién pescados entre los brazos. Fueron una caricia en medio de un trámite que se anunciaba interminable: el sabor dulce del mar y un aperitivo impagable. El padre de Braulio Simancas (Silbo Gomero, La Laguna, no se lo pierdan bajo ningún pretexto) pescador de oficio y cocinero de segunda posta, remató a bordo una pota con papas que ejercieron de respiración artificial; un boca a boca para la supervivencia. Después de eso, nos podían arrastrar persiguiendo aletas de delfín hasta que quisieran.
De Ralph Chami y su propuesta de ponerle precio a los elementos que definen la estampa del mar -los corales, las posidonias, los cetáceos…- y pagar por su conservación (y estimularla, y transformar en patrimonio y fuente de ingresos lo que pare ellos resulta cotidiano) ya ha escrito Benjamín Lana. Me pareció lo más importante del V Encuentro de los Mares. Con mucha diferencia. Ojalá le hubiéramos dedicado el tiempo que pasamos enterrados en aquel catamarán.