Manteles: el nuevo punk

La verdad de la milanesa

Corrían cínicos los años noventa, cuando Francis Mallmann abrió su primer Patagonia, en Salguero y Figueroa Alcorta. Un restaurante que supo ser vanguardia en su cocina (comandada por un joven y genial Germán Martitegui) y en su puesta en escena, abriendo rumbos al resto de la gastronomía argentina. Uno de los cambios que este lugar hizo respecto al statu quo preexistente fue quitar el mantel de la mesa, mostrándola impúdica en su desnudez. Hasta ese momento, el puritanismo culinario era inapelable: la alta cocina debía incluir aristocráticas mesas vestidas con señoriales manteles, signo de alcurnia y buen gusto. Sucedió en Tomo 1, sucedía en Au Bec Fin, en La Bourgogne, en Catalinas… Sucedía y sigue sucediendo en el necesario Oviedo (donde Emilio Garip, propietario y anfitrión, mantiene al día de hoy su propio lavadero en el primer piso, para evitar el perfume de los lavaderos comerciales).

 

El mismísimo Mallmann, en su primer restaurante en el barrio de Palermo, había utilizado manteles en las mesas, apostando por aquel entonces a un “estilo parisino”, destino geográfico y aspiracional de las acomodadas clases porteñas. Entonces, ¿qué sucedió entre ese primer restaurante y Patagonia? El cambio fue más que quitar un mantel de la mesa; se trató, en realidad, de una definición ideológica sobre el deber ser de un restaurante, de su cocina y escenografía. Si el primer Mallmann era un músico que quería ser virtuoso, el segundo Mallmann, el de Patagonia, se había convertido en un punk. Un cocinero decidido a romper con esos puentes que conducían a Francia, donde el mantel se convirtió en símbolo visible de esa ruptura. 

 

De la rebeldía al mainstream 

 

Claro que no fue solo Mallmann. Abandonar el mantel comenzaba por esos años a ser parte de un nuevo zeitgeist culinario global, manifiesto artístico esgrimido por una generación de chefs que precisaba hacerse de su lugar en el mundo, tanto en Nueva York como en muchas de las capitales europeas. El propio René Redzepi recuerda que en 2003, cuando abrió Noma, sacar el mantel de las mesas era todavía una muestra de transgresión.

 

En Argentina varios transitaban ese camino. En 1999, el restaurante Sucre, conducido por Fernando Trocca, con su cocina totalmente abierta, sus fuegos y la cava de vidrio en medio del salón, decidió no poner mantel en sus mesas. En 2004, Gabriel Oggero hizo lo propio en Crizia, donde hoy mismo sirve delicadas ostras sobre mesas desnudas.

 

El polo gastronómico de Palermo, nacido como tal a finales del siglo XX de la mano de diseñadores, artistas y arquitectos (nombres como Pablo Sánchez Elías, Laura O., Ricardo Paz, Juan Ballester) hizo del “no mantel” su mantra, con lugares que se convirtieron en emblemas: los imponentes Central, Olsen, Bar Uriarte, entre tantos más. Y no se trataba, necesariamente, de una decisión económica: el ahorro por no usar manteles era para muchos de estos restaurantes ínfimo respecto al costo del mobiliario elegido, con mesas de bellas maderas y pétreos mármoles. La decisión era, antes que nada, semántica: marcar una nueva época. Y funcionó: para finales de primera década del siglo XXI, no usar mantel se había ya convertido en norma, junto a otros cambios que apuntaban a destrozar el corazón de la antigua elegancia: surgieron los camareros sin uniforme, subió el volumen de la música, las frías cocinas de acero pulido se integraron en el salón e incluso, ya más cerca en el tiempo, vivimos el triste reemplazo de las servilletas de tela por las de papel. 

 

Del mainstream al punk

 

Hoy es raro encontrar un restaurante considerado moderno, de precio alto y cocina ambiciosa, donde haya mantel. Ese pedazo de tela —que sin dudas da calidez al salón, que ayuda a la acústica y que exige una limpieza visible—, es una rara avis en la escena gastronómica global. Quedó relegado a lugares llamados clásicos y, paradójicamente, en la otra punta de la escala, a restaurantes populares con mobiliario barato. Sobran los ejemplos: entre las aperturas más importantes de los últimos años en Buenos Aires, los manteles brillan por ausencia: de Reliquia a Ness, pasando por Ultramarinos, La Carnicería, Mengano y sigue una lista infinita. Incluso lugares que uno imaginaría que podrían tener mantel —por el tipo de público, por cierta lógica de su propuesta— tampoco lo tienen: el flamante Berria, el fantástico Fico, el ya clásico Elena. Queda claro que aquello que supo ser vanguardia, es tradición; lo que sorprendió, es esperable. 

 

Y de pronto, cuando menos lo imaginábamos, el mantel asoma ahí, con timidez, en los bordes de la gastronomía, anunciando una posible revancha. Menospreciado, olvidado, surge en algunas pocas pero nuevas mesas porteñas. El que ríe último, ríe mejor, afirma el dicho. Y de pronto, Mishiguene, el restaurante de Tomás Kalika, decide de un día al otro sumar manteles (y qué hermosos le quedan). Y Ácido, el lugar hípster por definición de estas últimas dos temporadas, se duplica en Olla 7 (un segundo restaurante dentro del mismo espacio), usando al mantel como señal de identidad. Y los jóvenes dueños de Lardo y Lardito, con toda su rebeldía y sus vinos naturales al frente, están a punto de inaugurar Maravilla, parrilla y bodegón con manteles en las mesas. “Cuando abrimos Sucre, era casi trash no poner manteles en el restaurante”, recuerda Fernando Trocca. El mismo Fernando Trocca que en septiembre de este año abrirá su nuevo restaurante, el primero en su vida que llevará su apellido en la marquesina, y donde volverá a transgredir, pero esta vez poniendo los manteles en las mesas. 

 

Quién lo hubiera dicho: el símbolo más cabal de la elegancia retorna a la escena como el más inesperado gesto punk. 

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