Un error imperdonable

Dejo comanda

Me hacen gracia algunos comentarios airados en las redes sociales. Gente indignadísima por una caña mal tirada o un café mediocre, que jura y perjura que no volverá jamás al establecimiento en cuestión por lo que considera un error imperdonable. Les va de tal manera la vida en ello que uno creería que están hablando de geopolítica internacional.

Suelo preguntarme cuánto de indignante hay en realidad en la situación descrita y cuánto de indignación latente en el comentarista de turno. Por mucho que nos empeñemos en proyectar en ellas una imagen determinada, si se sabe leer entre líneas, las redes sociales suelen brindar un retrato bastante ajustado de lo que cada uno tiene que ofrecer.

No seré yo quien niegue la necesidad de aspirar a la excelencia en el trabajo de sala. Ese es precisamente el tema de esta columna, analizar con detenimiento un aspecto, el del servicio, que a pesar de ser cardinal en la mayoría de opiniones que vertimos sobre la hostelería, apenas recibe atención de los comentaristas gastronómicos. Una caña bien tirada y otra escanciada sin ganas son prácticamente bebidas distintas, ténganlo en cuenta los profesionales del ramo, pues solo requiere un poco de pericia y atención.

Pero haríamos bien en preguntarnos si mostramos el mismo nivel de exigencia hacia actividades que tienen un impacto bastante mayor en nuestra existencia. Se me ocurren la oficina del banco, el fontanero o la consulta del dentista, donde solemos aceptar sin rechistar las reglas que dicta el que provee el servicio, despojándonos de ese poder absoluto que ostentamos en la hostelería.

En el gremio se asume que el cliente siempre tiene la razón, cuando ustedes y yo sabemos que esa máxima está lejos de ser verdad. Hay una gran diferencia entre tratar de satisfacer las necesidades del usuario y dejar que sea él quien gobierne el negocio. ¿No será que el sistema de valoraciones a través de las redes sociales nos ha convertido en pequeños dictadores armados de un móvil? Críticos inmisericordes que rozan la caricatura, como aquel Anton Ego de la inolvidable Ratatouille, pero con faltas de ortografía.

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