Aún recuerdo con cierta ternura la sucesión de uniformes que elegía mi abuela para las camareras del restaurante familiar, Echaurren (Ezcaray, La Rioja) en los años ochenta y noventa. Vestiditos en tonos marinos, burdeos o pardos, enlucidos con delantales de encaje y botones dorados –la cofia, afortunadamente, había pasado de moda– que las maniquíes, de tamaños y complexiones muy diversas, soportaban con cierta resignación. Para los hombres la cosa era más sencilla, chaqueta blanca y pajarita para los jefes de rango, chaleco negro para los pasabandejas.
La vestimenta de servicio puede ser una interesante vía de comunicación que no todos los restaurantes exploran. En Elkano, por ejemplo, quisieron contar con un patrón firmado por su paisano Cristóbal Balenciaga. En colaboración con el museo de Getaria dieron con un mono de cuello redondo, ligeramente más abierto en la espalda y una costura central, que data de 1967 y sigue desprendiendo una elegancia atemporal.
En su afán por mantenerse fieles a la tradición, otros apuestan por mimetizarse con el folklore popular, vistiendo a sus camareras con trajes regionales, como en el burgalés Landa o en el vizcaíno Andra Mari, donde el atuendo está inspirado en las cintas doradas que lucen los danzantes de Ochagavía en la romería a la Virgen de Muskilda. Fue ideado por el padre de Roberto Asúa, Patxi, enamorado de la cultura del Pirineo navarro. Un toque de tipismo que derrite a los extranjeros.
Otro extremo lo ofrece el madrileño Horcher, cuyo trasunto en Bizkaia podrían ser las libreas que visten los camareros de la Sociedad Bilbaína. Uniformes heredados de finales del siglo XIX que sirven para jerarquizar la brigada e identificar su papel en el servicio. Lo contrario que en el danés Noma, que adopta una paleta de verdes, azules y tierras en tejidos naturales para transmitir cierto aire de familia, pero que cada trabajador puede combinar a placer para dejar entrever su propia personalidad.
Hay muchas fórmulas y cualquiera puede ser válida, si se ejecuta con cierto gusto. Todo menos renunciar al potencial de la moda para transmitir emociones, evocar recuerdos y contar historias.