Rara es la semana que en algún restaurante de Madrid no se organiza un encuentro a cuatro manos, ese evento coyuntural en el que el titular de unos fogones los comparte con un colega, generalmente foráneo, para poner en pie un menú efímero que resuma más o menos el trabajo de cada uno de ellos y les permita disfrutar de cierta repercusión mediática, en el caso del local, y dar a conocer su proyecto en la capital, en el caso del visitante. Mucho menos habitual es un encuentro a cuatro manos permanente, como el que propone el restaurante Amicitia, inaugurado a finales de otoño en el barrio de Chamberí.
En la carta de Amicitia se juntan dos propuestas bien diferentes entre sí, aunque acaban resultando complementarias. En primer lugar, la cocina riojana modernizada de la joven Lucía Grávalos. En segundo, la cocina catalana clásica ampurdanesa del veterano catalán Albert Jubany, que sólo comparte el apellido con Nandu Jubany. Como guinda del pastel, la pasión por Extremadura de Juan Carlos Navía, el director del espacio, que se traduce en una notable presencia de productos de la dehesa.
Las propuestas de Grávalos se dio a conocer con un proyecto tan interesante como Mentica Gastronómico, que tuvo la mala suerte de coincidir en el tiempo con lo más duro de la pandemia, por lo que no acabó de cuajar. Responde perfectamente a su arrolladora y extrovertida personalidad, asumiendo riesgos, atreviéndose (casi) con todo y jugando con la técnica. Las de Jubany, titular del restaurante ETH Bistró, en Viella, en el Valle de Arán, son más reposadas y apuestan por la simplicidad en aras de ensalzar el producto.
El local está dividido en dos zonas con cartas independientes. El bistró, con barra y mesas altas, donde la oferta se centra en el concepto de tapas y raciones para compartir, y el comedor, situado al fondo y en cuya decoración juegan un papel fundamental los espejos. Antes de pasar a él, vale la pena detenerse unos minutos en el primero, porque cuatro bocados permiten hacernos una idea fidedigna de lo que encontraremos después.
La croqueta de gamba roja de Palamós con alioli de ajo negro, restallante de sabor, define perfectamente lo que es la cocina de Jubany, mientras la versión del clásico matrimonio (anchoa y boquerón) de Grávalos es fiel reflejo de su exuberante personalidad: sobre una tostada de brioche, una esponja de pimiento verde, gel de boquerón, anchoa fileteada, esferificaciones de AOVE y aceto di Modena, y guindilla. Volvemos a Cataluña con el binomio de brioche, uno con mantequilla ahumada y caviar y el otro con sobrasada ibérica (más fina que la de cerdo negro) y trufa. Y rematamos con otra versión actualizada de un clásico, el torrezno, con el toque de fusión que le aportan la mayonesa de kimchi y el pico de gallo.
Permítanme un inciso, que vale para este restaurante y para otros muchos. Es indudable que un brioche bien hecho está muy bueno y da mucho juego, pero ¿no hay más tipos de pan para jugar con ellos? Como dice la colega Paz Álvarez, hemos llegado a un momento en la gastronomía que da a impresión de que «ni un día sin brioche». Fin del inciso.
Ya en la mesa, arranca un viaje en toda regla a la Costa Brava con los entrantes: el tartar de gamba roja con crujiente de brioche (lo dicho) y los ravioli de centolla con reducción de centolla y erizo. Dos platos en los que el protagonismo absoluto es la calidad de la materia prima. De ahí nos vamos al interior, con esas verduras que Lucía maneja tan bien por herencia familiar. El hinojo en su entorno, presentado a modo de falso risotto sobre una base de parmesano con espuma del propio hinojo y brotes gratinados, potencia al máximo el sabor amargo y anisado de esta planta tan poco valorada en España y tan idolatrada por los italianos, que se rendirían ante la receta.
Mención aparte merece el modo en que la chef aborda la coliflor, que ya fue el buque insignia de Mentica, tomando como punto de partida una elaboración que le hacía su abuela cuando era pequeña para que no la rechazara. Va marcada a la plancha y acompañada con una bechamel ahumada con caviar, y una corona crujiente de la propia coliflor. ¿Quién dijo que esta humilde crucífera no podía ser protagonista de un plato de alta gastronomía
Entre los principales, el mosaico de bacalao, ahumados, espinacas y garbanzos es una versión aligerada del potaje de vigilia. Quizá demasiado aligerada, porque el pescado está desalado en exceso y la textura de las lascas no es todo lo firme que cabría esperar. Y la terrina de chamarito rinde homenaje a la tradición riojana, al utilizar una raza de cordero autóctona, tuneada con toques cítricos. Como guarnición, un finísimo buñuelo minoyaki “lleno de pensamientos”.
La huerta vuelve a ser protagonista en los postres, porque el cromatismo verde lleva guisantes en tres texturas (esponja, mousse y polvo), helado de pepino y crujientes de brócoli y trigueros. Que no se asusten los golosos, ya que predomina el sabor dulce, obtenido por procesos naturales, no con adiciones. Si aun así les parece poco postre, siempre queda la opción de las peras al vino con gelificación de vino tinto y frambuesas deshidratadas, que quiere ser un recordatorio de las ferias de los pueblos.
La carta de vinos no es muy larga pero más que suficiente, con una bonita apuesta por los generosos, y la coctelería juega un papel muy importante, especialmente en la zona de bistró. Su responsable es el extremeño Manuel Jiménez, campeón del mundo de técnica en Tokio 2016 y un auténtico apasionado de la mixología, que acompaña la preparación de cada bebida con amenos relatos sobre su historia y su origen.
Ésta es, de momento, la propuesta a cuatro manos de Amicitia. Aunque desde ya adelantan que, en un futuro no muy lejano, cuando acabe la temporada de invierno que actualmente tiene más absorbido a Jubany, está previsto desarrollar platos conjuntamente, para hacer honor al nombre del local, que significa amistad en latín y que, perdón por la pedantería, no se debe pronunciar como se lee sino Amikizia.