Una cancelación de última hora lo dejó en Barcelona. No fue la de un vuelo, sino la de un proyecto. “Me iba a Brasil con Pepe Solla a abrir un restaurante. Mientras aquello se gestaba, me vine a Barcelona a estudiar pastelería a Espai Sucre. Al final lo de Pepe no salió y me quedé”. La del cocinero Manu Núñez, como casi todas, es una historia de desvíos y vías cruzadas. Tras aquel no intercontinental se asoció con otros para abrir Arume en el Raval. Allí coincidió con el también cocinero Carles Ramón, un barcelonés que había hecho el camino inverso para trabajar en el desaparecido Arallo de A Coruña. Juntos subieron la persiana de Besta, una criatura modelada por los mares Atlántico y Mediterráneo a través de la creatividad y la técnica, y en 2022 Batea, que sigue esa misma estela, “aunque más rústica”.
Manu Núñez es un gallego lejos de Galicia. El viaje está en su ADN. Sin embargo, en Batea no hay nostalgia. De hecho, lo que en un principio iba a ser un restaurante en el que producto traído de allí apenas se tocara, ha ido derivando, como en Besta, en una cocina que coquetea no solo con la Cataluña que la acoge, sino con los países en los que ha vivido Núñez y con la herencia de los compañeros con los que ha trabajado. Hay kimchi, ponzu, arare, elementos de la cocina mexicana, de la vasca. ¿Cocina rústica? “Nos hemos ido complicando”, reconoce el cocinero con sorna. Es como si hicieran el ejercicio de someterse a un concepto, pero las ganas se les salieran del cuerpo.
Así, aportan un lenguaje distinto a una navaja, que presentan troceada (se agradece el corte) con una emulsión de piparra y masago arare en perlitas, un gustoso salpicón de buey de mar con rape que llega sobre una galleta de almendra o una estupenda vieira gallega laminada con zanahoria escabechada y frita sobre un sope mexicano. Hay matices y hay texturas en estos tres bocados que anuncian bajo el nombre de mariscada. Romper con el concepto de marisquería tradicional era uno de sus objetivos y lo consiguen sin perder, nunca mejor dicho, el norte.
En su cocina también hay enjundia catalana: “Solo tenemos una regla y es la de que si aquí hay un producto, no lo traigamos de Galicia”. Es el caso del pez limón, de la anguila o de la gamba roja, entre otros que provienen, sobre todo, de la huerta. De Cataluña también toman esa espina dorsal que es la del mar i muntanya, un esquema que replican en varios de los platos. Es uno de los comodines que a los de Batea les permite jugar con ingredientes de aquellos mares y de estos campos.
Por ejemplo, ceviche de lecha con leche de tigre de almendras (que lanza el recuerdo de un ajoblanco andaluz) con un crujiente de pollo que lo redondea y aporta hondura.
También gambas rojas con un buen guiso de verdinas y setas escabechadas o un brioche de jamón de pato con anguila y calabaza que está en carta pero no llegamos a probar. “Entre las dos regiones tenemos una despensa brutal, así que la territorialidad no nos limita, sino todo lo contrario”.
Un plato de almejas gallegas con agua de Lourdes (su versión del famoso aliño templado de Getaria) o un pulpo que consiguen elevar y hacer más interesante con una bilbaína, kimtxi y un goloso trinxat de acompañamiento demuestran que hay salseo de buena muñeca aquí. Ninguna de las salsas sobrecarga los platos y todas piden un trozo de ese pan de Carral (A Coruña) que sirven al comenzar con una mantequilla de alga codium. Ocurre lo mismo con la pepitoria de la carrillada de rape (algo pasada la pieza, quizá el único punto desajustado del almuerzo) y con el fondo que se adivina en la paella de bogavante que cierra el menú y que terminan al horno.
Arroz bombita al dente gustoso y con potencia que invita más a raspar los bordes de la paellera, donde la grasa ha brotado con notas tostadas, que a tirar de tenacillas.
Suman a la experiencia los postres, más cuidados que lo que suele ser habitual y que son producto de la formación del cocinero, y también la coctelería que dirige Marta Carrasco, el tercer pilar del proyecto. Una oferta fresca, pensada más como aperitivo o acompañamiento del menú, en el que no pierden de vista los ingredientes de temporada. “En otoño elabora algunos con mandarina o setas, por ejemplo. Trabajamos con una huerta ecológica que nos trae productos sin que se los pidamos y los vamos incluyendo en las recetas. Hoy nos ha traído un montón de manzanilla fresca, por ejemplo. Algo hará Marta”, cuenta Núñez.
Un equipo joven y entregado dirige la sala y forma parte de la cocina de un espacio que en nada recuerda a una marisquería gallega. La de Batea es una cocina lúdica, con producto bien ejecutado, en la que no hay discursos grandilocuentes sobre laterra, algo de agradecer. El concepto de territorio es cada vez más líquido. Ellos, sencillamente, juegan con él: “La gente me dice que hacemos un concepto de proximidad a 1.200 kilómetros de distancia”, comenta Núñez. “¡Es que he nacido allí, coño! ¡Qué voy a hacer!”.