No es estadísticamente raro que el chef argentino (Bariloche) Gustavo Rinkevich sea lo mejor de Búzios y de todo el litoral de Rio de Janeiro: más del 60% de los visitantes de la mítica ciudad, son de aquel país. Pero, más allá de cifras, Gustavo ha sabido convertir un chiringuito de playa, Rocka, en una auténtica explosión de alta y muy divertida cocina meditarráneo-brasileña.
Fue en 1964 cuando Brigitte Bardot, harta de ser perseguida por los paparazzi, decidió huir a Rio de Janeiro, donde, claro, el acoso no cesó. Hastiada de tantas Nikon enfocándola, se pilló una furgoneta con su novio y llegó a Búzios, entonces un pueblito de pescadores sin restaurantes y apenas posadas. Vivió allí feliz durante un tiempo y, aunque volvió alguna vez (ahí sí ya estaban los fotógrafos), no regresó nunca más. Sin embargo, aquellas vistas inopinadas pusieron a Búzios en el gran mapa de culto de la jet set y, por simpatía, de muchos otros que descubrieron la belleza natural y la atmósfera ociosa del pueblo, el cual hoy, no obstante, es un frecuentadísimo spot de vacaciones internacional, muy especialmente de argentinos, que representan el 70% de turistas y el 20% de habitantes.
En este contexto sociológico, llegó hace 15 años allí Gustavo Rinkevich. Su historia culinaria ha recorrido Ibiza (Amalur, Pachá), Salamanca y hasta Mentón (Francia), con Mauro Colagreco en el Mirazur. Pero se cruzó Búzios. Y allí se fue.
Y el chiringuito fue a más
El panorama era un restaurante-chiringuito sobre la misma Playa Brava, ya sabes, abierto al Atlántico, madera azul celeste y mucha informalidad. Rinkevich ajustó su tono al espacio: brasas y pescado. Aunque el peso de Europa… “Estaba obsesionado con el producto, y ahí me lancé, con muchos días de una sola mesa ocupada. Entonces, viendo toda la materia prima que debía tirar al acabar la jornada, comencé a trabajar en toda clase de técnicas de conservación y de elaboración (hago mis propios embutidos y salazones) para poder sobrevivir (risas), y resultó que eso fue lo que me abrió el camino a generar paulatinamente una cocina más compleja, más sofisticada, la de hoy, pero siempre partiendo de la costa local y de sus pescadores artesanos”.
Resulta muy interesante el tema de los embutidos, uno de los grandes hits de la casa. «Muchos clientes de Rio me llaman antes de llegar para que les prepare un kit variado para llevar”, cuenta. Enbutidos que brotaron de la necesidad y son ahora argumento preferente. El surtido no es poca cosa. Servido con pan con tomate, y todo elaborado con ‘porco preto’ o ‘moura’ (cerdo negro autóctono descendiente del ibérico llevado por los portugueses), comienza con un salami estilo Milano y sigue epifánicamente con la bondiola, el lomito, el pastrami de lengua (excelente), la bresaola, el fuet, el chorizo tipo Cantimpalos y el fromage de tête (paté de interiores típico en Francia). Además, para redondear, Gustavo añade a la kermesse la botarga (maison) de tainha (especie de lisa) y una pequeña selección de raros quesos de Mantiqueira (Minas Gerais) como los tipo comté o parmigiano.
Junto con el chef y colega Gerônimo Athuel (Ocyá, Rio de Janeiro), está trabajando ya los embutidos marinos (salami de caballa y gravlax, mortadela de dorado y paprika y paté en croûte de caballa y camarones).
De nuevo a Rocka que, a día de hoy, luce, además del restaurante abierto, un deck también frente al mar (el establecimiento es el mar) y un lounge para demorar tragos y cócteles al ritmo perezoso del océano.
Un menú de altura
Unos cuantos bocados para empezar: el fino y crujiente canoli de papa relleno de pescado crudo con crema de palmito y huevas de trufa; el crocante de quinoa con langosta confitada, brotes (huertos propios), frutas, pétalos y encurtidos de mostaza y cebolla; y armónico canapé de centolla de la Patagonia con rábano y colmenillas patagónicas. Gustavo ya delata en estos inicios del menú su gusto por la finura, el equilibrio y la ausencia de picos. La suya es una cocina de suave hedonismo y elegante sensualidad.
Pasamos luego a las ostras fritas con caldo de moqueca y crema de naranja. Y a la cola de langosta con salsa de ajoblanco y tartar de frutas, todo un pantone de sensaciones.
Queda claro que lo que podría ser un restaurante fashion frente al mar es en realidad una lección de cocina llena de color, prolija, de cuidadísimo producto y joviales estereofonías entre lo mediterráneo y lo brasileño.
Mas claro, el agua: palmitos cacio e pepe con aceite de limón en conserva, sobre una muy chic crema de palmito y parmiggiano y nevados de botarga de tainha.
El olho de cao (virrey), de ajustada cocción, llega sobre un refrito de ajo con puré de banana de tierra y acompañado de pak choi crujiente y chayote.
Para el final salado propone Gustavo el lechón en pururuca (se refiere al crujiente extremo de la piel), 16 horas de cocción, con tak choi, piña, castañas de cajú y fondo de miel y especias. Impecable desde todos los frentes.
Los postres: crema de chocolate blanco, helado de maracuyá y calda de maracuyá; y una pavlova que esconde un bizcocho de coco, dulce de leche (inevitable en un argentino) y helado de leche.
Puede que estemos en un chiringuito de playa; pero con mucha cocina.