Pocos días atrás, entre las barricas de la antigua bodega de la Reserva de Caliboro, en el Maule profundo, apareció el conde italiano Francesco Marone Cinzano en pantalla gigante , conectado desde la Toscana. En su mensaje, recordaba lo que vio hace más de dos décadas para decidir plantar sus viñedos en Sudamérica.
”Llegué a Caliboro mirando dónde los primeros colonos europeos eligieron como zonas más aptas para el cultivo de la vid. Cuando me encontré esta parra, en mitad de la casona, pensé en cuántas generaciones habrían vivido a su alrededor, cuántas historias de amor por la viticultura”. El motivo del encuentro que trajo al conde hasta el Maule, era presentar el estudio que identificó aquella variedad que estaba en el centro del centenario parrón de Caliboro.
La pregunta no solo se la habían hecho Marone y sus socios, la familia Solar, dueños del campo. También, los investigadores del INIA de la Platina, Irina Díaz y Nilo Mejía, cuando visitaron el lugar hace tres años. La misma pregunta los llevó a buscar también fuera del Maule para recopilar y estudiar el ADN de más de 700 variedades.
“Lo que nosotros queremos hacer en el proyecto con Irina”, contó Nilo entre las barricas de la bodega de adobe, “es tratar de rescatar e identificar todas las vides antiguas, porque creemos que detrás de este conocimiento, además de conservarlos, podemos encontrar alguna nueva estrategia de reintroducción de estas variedades, así como desarrollar una nueva variedad o una nueva viticultura a partir de algo viejo que ya existía”.
El estudio Genética de las vides criollas del Maule incluyó muestras de viñedos que tomaron desde el norte de Chile, en el Oasis de Pica, hasta el Valle de Itata. “La mayoría, casi 400 vides, fueron del Maule, recolectadas durante dos años. También tomamos muestras de la colección de Argentina y unas pocas de Bolivia”.
Sabiendo que la huella genética de cada vid es única, explicó Nilo, si hay una variedad que se creó hace 500 años y se ha propagado vegetativamente (por estacas o esquejes, no semillas) y tomamos hoy las huellas genéticas de esas plantas, serán las mismas que la de la primera, nacida hace 500 años. Es así, como se puede comprar cada huella con la base de datos del catálogo internacional.
El estudio, explicó Irina Díaz, les permitió valorizar las vides y los vinos de la región y con el tiempo entender que la investigación tenía que ver en realidad con el contexto patrimonial del territorio.
Considerando que las variedades más antiguas, se trajeron desde España a partir del siglo XVI y desde el siglo XIX en adelante, y en el caso de Chile desde Francia, para ordenar los resultados quisieron definir cuáles eran las cepas patrimoniales, las minoritarias, las criollas, y las criollas NN.
Las cepas patrimoniales fueron definidas como las traídas a Sudamérica y cultivadas durante décadas. Las primeras llegaron con los colonizadores. Su cultivo tiene un fuerte arraigo sociocultural y es parte de una tradición heredada y transmitida por generaciones.
Las cepas criollas, en cambio, son las que nacieron en el Sudamérica a partir de autopolinizaciones o cruces entre las patrimoniales. Pueden haber nacido en Argentina, Perú, Bolivia o Chile. Entre ellas, las vides criollas NN son hijas o nietas de vides europeas nacidas en Sudamérica pero que todavía no se han reportado en otro lugar. La mayoría de ellas no tienen nombre, porque han permanecido ocultas entre viñedos antiguos.
A diferencia de las anteriores, las minoritarias son variedades que existen en otros países del mundo y que en Chile tienen una superficie escasa y no tienen importancia económica. Entre ellas están las olvidadas, de genética europea, donde no son muy cultivadas o carecen ya de registros. Como la carmenére, que pasó de no tener importancia cuando apareció en los viñedos de Chile en 1994, a ser la quinta variedad más plantada.
Una teoría nueva
El meticuloso trabajo realizado por el equipo de especialistas del INIA de la Platina, permitió definir que el cruzamiento entre las patrimoniales listán prieto y la moscatel de Alejandría han dado origen a una gran familia de criollas. “Muchas de las criollas que son hijas de ambas ya tienen nombre, como las Torrontés y Huevo de Gallo, que se los ha dado Argentina, porque nos llevan como 70 años de ventaja en este tipo de investigaciones”.
Eso significa, destaca Nilo, que contrariamente a lo lógica de su multiplicación natural por autopolinización, en algún momento alguien las seleccionó y las propuso. La nueva pregunta que surge es ¿cuál sería el incentivo para que se empezaran a crear variedades en Sudamérica?
La certeza, agrega Nilo, es que hay que protegerlas y no sólo como patrimonio vegetal, son parte del patrimonio cultural e histórico vinculados a las tradiciones de la zona. “También es necesario valorizar el potencial enológico, porque tenemos que rescatar el que tiene cada una”. Aquí es donde entra Irina en acción.
Buscando el potencial de las criollas
La enóloga e investigadora Irina Díaz destaca que en el catastro oficial realizado por el estado (SAG) no existe clasificación para las cepas patrimoniales, porque es un concepto nuevo. “Lo empezamos a usar por amor a las viñas antiguas, por querer asociarlas a la cultura. Existen más o menos 12.000 hectáreas de variedades tintas patrimoniales y 6.000 blancas y están asociadas a las familias campesinas”.
Para encontrar su descendencia buscaron en viñedos, iglesias y casas antiguas, también hicieron difusión en las redes. “A pesar de que este proyecto se financia con dinero del gobierno regional del Maule, nos permitió tomar muestras en otras regiones para ir contrastando y mejorando la base de datos”.
Irina cuenta que al inicio del proyecto tenían solo la hipótesis de que había algunas cepas distintas entre los viñedos antiguos. “Trabajamos con más de 70 productores, en más de 70 puntos de muestreo. En cada muestreo decíamos, vamos a tomar solo 5 muestras. En una ocasión el productor nos dijo todas son país, pero entre medio había efectivamente hijas de país. Era tanta la diversidad…”.
Ahora empieza la etapa de empezar a pensar qué vino hacer con ellas, “cuál es su potencial enológico y cómo proyectamos estos hallazgos genéticos para las futuras generaciones. Pensando también en una estrategia para preservar el material, una vez que le decimos el resultado de la investigación al productor, también pedimos que la bauticen, como fue el caso de la NN 202 de Caliboro”.
La 202 tiene nombre
El estudio encontró 30 criollas NN, identificadas por ahora cada una con un número de tres cifras. Su valor, cree Irina, es que crecen en su mayoría en ambientes muy hostiles. “Frente a un mercado del vino tan difícil, donde estamos compitiendo principalmente con ocho cepas a nivel mundial, y en un escenario de cambio climático, pienso que podrían ser una posibilidad. Además, son resistentes a las plagas y se han ido adaptando al manejo que hacen los productores”.
Entre los hallazgos, descubrieron que la moscatel de Alejandría está distribuida en esta zona del Maule, al igual que la listán prieto, llamada país en Chile. También encontraron las patrimoniales molinera y moscatel de grano pequeño, uno de los padres de la 202; el otro sería la listán prieto.
Bautizada como Caliboro por la nueva generación de sus cuidadores (Javier Rousseau Solar junto a los hijos del conde) la criolla NN 202 en la cosecha 2024 dio 140 kilos de uvas blancas. La elaboración y evaluación sensorial de su vino fue parte de la investigación, y demostró que sí tiene potencial de calidad.
Lo que viene. Buscarán identificar la edad de las parras analizando los anillos de crecimiento del tronco. “Necesitamos caminar juntos, dice Irina, También con las empresas en las que hemos encontrado estos genotipos y que tienen interés de poder potenciarlos. Todo este camino que nos queda, va a permitir el reconocimiento como cepas chilenas”.