Andrés Benítez, el guardián del loche

La memoria del sabor

El loche es una cucurbitácea que no engaña; pregona la diferencia desde el primer golpe de vista y es cierto, nada es igual a lo imaginado. Cuando la abres muestra una carne anaranjada, firme, dulce y amable, con un tono más matizado de lo habitual y sobre todo te inunda con un aroma marcado y delicado. Es una variedad de zapallo que se revela por el olfato, sutil y profundo, algo floral, como a huerto y campo umbrío. Es corto, alargado y verdoso, con la piel surcada de protuberancias más oscuras, como hileras de verrugas marcado territorio. Un milagro espera en su interior: apenas hay semillas, cuando las hay, y si están no valen para reproducir la planta y reactivar el cultivo, o ponerlas a germinar en un terrario. La Cucúrbita moschata es un caso extraño en su familia: se reproduce por esquejes, lo que implica una fidelidad absoluta al modelo inicial, mantenido incólume a lo largo de miles de años. El procedimiento complica las mutaciones genéticas y conserva a salvo de mejoras y experimentos esta joya culinaria.

 

Andrés Benítez cultiva loche desde muy chico. Hoy me recibe en el patio de su casa. Viste camisa blanca y se cubre con un sombrero de mimbre de ala ancha, tradicional en esta zona en la que el sol ataca inclemente. La piel curtida y surcada enmarca una pila de años trabajando el campo, que desembocan en un gesto serio, entre triste y resignado. Fue uno de los promotores de la Denominación de Origen Loche y uno de sus grandes baluartes, pero en lo que va de año no ha plantado nada. En diciembre, antes de acabar el año, murió su mujer y nada más empezar enero perdió a su hijo, y en este país donde la gente humilde vive a espaldas del estado, y paga la sanidad de su bolsillo, no le ha quedado ni para comprar los esquejes del nuevo sembrío. Ni hablar entonces de los jornales. El par sale por 1,5 soles y calcula que para plantar necesita unos 6000 soles que vienen a ser 1610 dólares (1459 euros). “Ya ve”, me dice, “no hay trabajo, nada en qué ganarte un sol. No hay ni gota de agua, estamos fregados; y no tuve la plata para sembrar”. La vida le ha golpeado fuerte y se resiste a aflojar la presa.

 

Estoy en uno de los caseríos junto a la carretera que atraviesa la zona que llaman Pomac III. Cercano a Ferreñafe (Lambayeque, Perú), acoge parte del Santuario Histórico Bosque de Pomac, un bosque seco ecuatorial con predominio de algarrobo, que contiene la mayor concentración de pirámides del mundo y vive en serio peligro (demasiadas invasiones, muchos huaqueros y nadie que controle; historias eternas del Perú). Además, es la zona de cultivo del loche, uno de los emblemas de la cocina chiclayana. Esta tierra rinde culto a la cocina y entre los productos por los que se profesa devoción sobresalen el pato mochica y el loche. No importan los miles de años de cultivo y la raigambre culinaria del fruto, hasta no hace mucho ni siquiera el gobernador regional sabía qué era el loche, aunque aquí, en el Bosque de Pomac, hay 160 hectáreas dedicadas a su cultivo y muchas familias viviendo de eso.

 

Andrés Benítez, 74 años bien plantados, viene de estirpe campesina. Aprendió a cultivar el loche con su padre, del mismo modo que él aprendió con el suyo. El loche he estado siempre el centro de su vida. Los antiguos asociaban el cultivo a las fases de la luna, pero eso ya es un vago recuerdo; importa menos, porque el loche se da bien, lo plantes en la luna que lo plantes, y eso es suficiente para ellos. El año está tan seco que el momento de empezar el cultivo importa más que nunca. “Habría que esperar a fines de noviembre y diciembre. No puede haber mucho sol ni tampoco frio; necesita estar a media caña, sombra y sol”. Lo mejor es que puede dar seis, ocho y hasta diez cosechas en el año, y con una cierta abundancia. Cada una puede dar una media de 50 mallas de 300 kilos por hectárea. Y así varias veces al año. Recolectas, vas sacando esquejes de tu misma planta y sigues sembrando. Los esquejes contienen dos yemas y se plantan acostados sobe el suelo, dejando el extremo fuera, para que arraigue desde las yemas. La planta da directamente fruto, al tiempo que una flor improductiva que llaman macho, por algo será.

 

El fruto aguanta bien después de recogido. Si lo pones vertical sobre un suelo fresco y en sombra puede conservarse seis meses, aunque normalmente se manejan entre tres y cuatro. Eso les ayuda a capear las inclemencias del mercado y aguatar producto hasta que suba el precio.” Ahora está caro”, me explica Andrés: caro es 5 soles por fruto (1,35 dólares). En los grandes supermercados de Lima se encuentra a veces, y no es normal que baje de los 30 soles. Los márgenes nunca le llegan al productor. Ni me atrevo a preguntar cuánto les pagan cuando cae el precio.

 

Hay un problema y no es pequeño. Por lo pronto, al acopiador que ha llenado su camión y ha hecho los 1000 kilómetros hasta Lima, le pagan a 90 días o más. El más grave es que prefieren el loche falso, que se cultiva en los alrededores de Ica, cerca de Lima, abultado en un extremo, lleno de pepas, con la carne y la piel de tonos mortecinos y sin aroma. La tierra, el clima y al agua hacen la diferencia y la falta de escrúpulos de las grandes superficies y los acopiadores -compran en Pomac, lo llevan a Lima y lo mezclan con el loche mentiroso– hace el resto. Lo normal es que el auténtico se quede en Lambayeque y los departamentos cercanos. La Denominación de Origen no ha puesto en marcha ninguna medida para proteger el fruto, y de paso a sus productores.

 

Andrés llegó a tener cinco hectáreas pero hoy le quedan dos. “Los años malos, las enfermedades…” me dice a modo de explicación. Los especuladores rondan la zona, aparecen en la estela de las desgracias que capea el agricultor y se hacen con sus tierras por cantidades irrisorias. El terreno de Andrés siempre ha estado dedicado al loche y su producción tiene el reconocimiento de los especialistas. Cuando empezaron los estudios para normalizar la denominación de origen, de su chacra salieron los frutos, los esquejes, la tierra y el agua que se llevaron a la Universidad Nacional Agraria de la Molina, a Lima. Pero ahora han cambiado las tornas. Necesita plantar para tener frutos que vender: el loche es como un cajero automático, cosechas, vendes, ingresas para lo más urgente y sigues adelante. Un cocinero, Héctor Solís (Fiesta y La Picantería, en Lima, Chiclayo y Pimentel) se ha comprometido con la promoción del producto y otras referencias de la despensa chiclayana -el pato, el pavo de pluma legra, el ají cerezo, el cabrito, el camote blanco…-, y ayudará a Andrés con los costes de la plantació,n a cuenta de los loches que después comprará a un precio justo. Quedan 158 hectáreas más y muchas familias a la espera de que otros líderes de la cocina peruana hagan real lo que predican.

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