Es una regla infalible en hostelería que se puede aplicar a la inmensa mayoría de situaciones sociales. La aprendí de la manera más tonta, pero en el momento exacto en el que me era más útil. Imaginen la escena. Cuatro y pico de la tarde, segundo turno de comidas en un día de puente.
El cliente en cuestión había esperado más de lo razonable para sentarse a la mesa, se nos habían terminado dos platos de la carta y había tardado algo más en ir a la bodega a buscar la botella que se le había antojado, uno de esos espumosos modernitos con frases inspiradoras escritas en el corcho.
El señor tenía razones para estar enfadado, pero estaba llegando a ser francamente desagradable, hasta el punto de llamar la atención de las mesas vecinas. Yo aguantaba como podía el chaparrón, mirando de reojo a otros clientes, que habían esperado tanto o más y reclamaban mi atención. Al retirar el morrión de la botella, leí el que a partir de entonces sería mi lema como camarero: ‘Ser amable es ser invencible’.
Esbocé una sonrisa genuina –inspirada no tanto por la necesidad de agradar al energúmeno sino por lo caprichoso de la situación– y serví el vino. A partir de ese momento sus compañeros de mesa, que hasta entonces asistían a la reprimenda con gestos de aprobación, cambiaron de bando y empezaron a reconvenir al caballero y a disculparse por el numerito.
Disfrutaron de la comida, tomaron postre y café –invitación de la casa por las inconveniencias– y se fueron del restaurante estrechándome todos la mano, incluido el malaspulgas, y dejando una generosa propina. Volví a verles unas cuantas veces y hasta puedo decir que aquel día ganamos unos clientes. Victoria sin paliativos.
Lo bueno de esta máxima es que puede aplicarse en ambas direcciones. Otro día si quieren hablamos más en profundidad de camareros bordes que despachan a la parroquia con cajas destempladas. En esos casos una amplia sonrisa y una palabra amable puede hacer que el oponente, aunque solo sea por contraste, caiga en la cuenta de sus maneras desabridas y corrija su actitud. «Más se hace con miel que con hiel», solía decir mi abuela, hostelera desde la cuna, que tenía la buena costumbre de salirse siempre con la suya.