En la gastronomía vivimos como en el interior de un átomo, con partículas subatómicas positivas y negativas en constante movimiento, en una danza eterna de electrones que giran alrededor del núcleo trazando órbitas inciertas y protones que se sienten atraídos por ellos. Digamos tendencias, modas, revoluciones y contraculturas en vez partículas y ya estaría.
Hace exactamente diez años que el cocinero vitoriano Diego Guerrero abrió DStage en el número 8 de la calle Regueros de Madrid. Entonces casi nadie entendía que iba hacer allí, en aquel espacio underground, medio bareto ‘indie’, aquel exitoso joven que había logrado dos estrellas en el Club Allard haciendo una cocina en la que destacaban los trampantojos y los montajes preciosistas, puro mainstream de la época –inolvidables aquel huevo con pan y panceta crujiente sobre puré de patata y los postres impecablemente manufacturados como el huevo poché o la pecera–.
Guerrero lo dejaba todo cuando los vientos le eran más favorables, arriba, a lo Bobby Fischer, nada más y nada menos que para jugar a otro juego muy diferente, como si se pasara de la pelota a mano a la pala.
Cuando DStage abrió sus puertas, la ciudad de Madrid no era la de hoy. Las aperturas millonarias eran escasas y las propuestas netamente gastronómicas más todavía. Culinariamente la ciudad andaba todavía recuperándose de la crisis de 2008, sin saber muy bien qué quería ser en lo gastronómico.
En lo puramente creativo brillaba David Muñoz –quien había logrado su tercera estrella Michelin en 2013 y en ese 2014 había mudado Diverxo al Eurobuildig– y pocos más, al menos en proporción al tamaño de la capital.
ElBulli había cerrado tan solo tres años atrás y la cocina española estaba un poco aturdida. La creatividad como energía nuclear empezaba a dejar paso a otros combustibles ideológicos, léase cercanía, producto y sostenibilidad.
Creatividad e innovación
Guerrero se lanzó solo, sin socio capitalista que lo sujetara, a un territorio poco trabajado en aquella ciudad, el de la pura creatividad e innovación continua, que poco tenía que ver con lo que entonces pitaba –la fusión de lo oriental con lo latino, ecos del sudeste asiático, nikkei a gogó, japoneses trufados y los primeros inoculados con el koji nórdico–.
Una década después de aquel 2014, DStage sigue en la calle Regueros con Diego tocando el mismo estilo de música, pero mucho más suelto, convertido uno de los escasos proyectos que siguen en la punta de lanza creativa, laboratorio mediante.
Una década después de aquel 2014, DStage sigue en la calle Regueros con Diego tocando el mismo estilo de música, pero mucho más suelto, convertido uno de los escasos proyectos que siguen en la punta de lanza creativa, laboratorio mediante.
Sobrevivir en esta jungla no es tarea sencilla, menos aún si se quiere mantener el compromiso y el ritmo que exige un restaurante que basa su esencia en la búsqueda continua y que, por tanto, plantea un cierto nivel de actitud gastronómica a los comensales y limita su universo.
En este tiempo, el vitoriano ha estado y dejado de estar ‘de moda’ varias veces. Los amantes de la novedad, una especie autóctona de Madrid capital, vinieron al principio y luego los ‘foodies’ de aquí y de afuera encontraron más verdad que espectáculo, para lo bueno y para lo malo.
Ahora, la mayoría son gastrónomos puros de dos generaciones.
El proyecto que nació como una rara avis que cerraba los sábados y los domingos cuando eso era pura entelequia en el sector cuajó y se volvió autosostenible.
Ahora que la competencia es feroz, sigue aguantando el rumbo y los números. A Diego le respeta y le quiere todo el mundo, pero quizás no se le da el reconocimiento que merece, no se pone foco en su aportación como cocinero, como penúltimo mohicano creativo en la ciudad. La pregunta final es si, más allá de la persona, su cocina también merece ese reconocimiento, la misma, por cierto, que se puede plantear con tipos como Ricard Camarena o Josean Alija, limitados en su gloria pública, porque su trabajo no es para todos los públicos.
Dstage es un restaurante en el que pasan muchas cosas interesantes y, desde luego, es más original que la mitad de los de Copenhague. Yo llevaba tiempo sin volver y he encontrado el mismo refinamiento de siempre, pero más calor y más corazón en las creaciones siempre impecables de Diego, como si la técnica o el propio producto se plegaran al plato como el cajón al cante.
Platos que emocionan
No voy a entrar a fondo a valorar todos los platos del menú ni a dar detalle de las técnicas presentes, –cocina enzimática, maduraciones, almidones, fermentaciones, etc…– tan solo apuntarles algunos pases que me emocionaron, como el juego del olor amargo –puro benzaldehído–, en un montaje casi floral de cereza, almendra tierna, crema de coco y corazón de atún rallado.
Apuntaría en esta lista una especie de flan a base de hígado de rape, alga kombu, huevas de mújol y un caramelo de anguila ahumada. Quizás por la memoria heredada algunos de los platos homenaje a la tradición vasca me llegaron especialmente, sobre todo el taco de pimiento de Gernika relleno con sus semillas y pilpil de pimiento o la merluza en salsa verde, una cola madurada en koji durante cuatro días.
Creo que es un gran lujo para Madrid que diez años después el local de ensayo de Diego Guerrero continúe tan vivo, siguiendo su ruta fuera de pistas, cocinando como siempre, pero probablemente mejor que nunca.