A la hora de criticar un restaurante, es posible imaginar una suerte de excel, una planilla con ítems para chequear: la limpieza, los tiempos, la temperatura de los platos, la ventilación del lugar, los precios, la calidad de los ingredientes, la creatividad, el sonido ambiente, el confort, la coherencia, y tantos más etcéteras. En principio, cuántos más renglones de esa lista obtengan buen puntaje, mejor será la valoración global del restaurante. Pero hay algo que ningún listado incluye; algo etéreo, vaporoso, inasible, y que aún así, ranquea entre lo más importante que un lugar debe tener para ser realmente bueno. Ese algo es el alma. El alma. ¿Un concepto metafísico aplicado a un espacio, a un conjunto de personas, a una cocina y sus fuegos, a sus sabores y sus productos? Suena absurdo. Pero los que amamos salir a comer lo sabemos: hay restaurantes con alma y hay restaurantes desalmados. Percibir esta delicada pero definitiva grieta hace que adoremos un lugar y olvidemos otro. ¿Cómo definir entonces si un lugar tiene o no tiene alma? No encuentro una respuesta única, pero sí aproximaciones, características que facilitan que un lugar tenga alma, se trate de un fine dining o