Columpiarse es una forma de tantear el mundo. Balancearse en el aire, arriba y abajo, adelante y atrás, sin llegar nunca a un sitio definitivo. Un juego de niños, sí, pero también un ejercicio de confianza en la cuerda, en el impulso, en el punto exacto del giro. Lo fascinante no es solo el vuelo, sino ese instante suspendido en el aire, en el que el cuerpo pierde pie y la mente se permite creer lo improbable. Ese instrumento milenario, que ha inspirado obras de Fragonard, Watteau o Goya y al que Javier Mocoso dedicó un juguetón y erudito ensayo –Historia del Columpio, Taurus, 2021–, tiene también su trasunto en la hostelería. En ese otro tipo de vaivén, más prosaico, uno no se lanza al vacío por placer, sino por cálculo, incluso por codicia. Se columpia el tabernero cuando se deja llevar por el impulso de subir los precios más allá de lo razonable. Cuando un establecimiento decide cobrar casi el doble que la competencia por un plato típico o cargarle un 500% a una botella de crianza que todo el mundo conoce, más vale que sostenga el balanceo sobre una cuerda sólida. A veces se trata de un género