Qué mala prensa tienen los lunes. Qué lejos están del excitante viernes, del licencioso sábado o incluso del tentador jueves. Para la inmensa mayoría, es el día de retomar una rutina tediosa, cargando con la resaca del fin de semana, de apretujarse en el metro en lugar de en la pista de baile, de cambiar a los amigos por el jefe. ¿Han probado a salir a comer un lunes? No me refiero a un menú del día para oficinistas, sino a un homenaje gastronómico como mandan los cánones. Suerte a la hora de reservar, porque se encontrarán la gran mayoría de mesas que valen la pena, cerradas a cal y canto. Sin embargo, hay un tipo de público para el que el lunes –o incluso el deprimente domingo por la tarde– es día de jolgorio, esparcimiento y festejo. Se trata de la misma gente que lleva todo el fin de semana tirando cañas, tomando comandas, friendo croquetas o haciendo tortillas, para que los demás alimentemos nuestros ratos de asueto. Cuando la clientela se recoge a su casa taciturna, pensando ya en las tareas de la semana que comienza, ellos se desparraman por los cuatro o cinco bares que quedan abiertos